Hemos informado detalladamente sobre los gravísimos daños que las inundaciones han deparado a Alberdi, hace pocos días. La mitad de esa importante ciudad sureña resultó anegada, cuando 250 milímetros de lluvia caídos en dos horas, desmadraron totalmente canales de desagüe, arroyos y acequias. Se inundó un 70 % del área, obligando a evacuar más de un centenar de familias.
Por cierto que el acontecimiento causó cuantiosas pérdidas económicas a los habitantes. Mobiliario, electrodomésticos, ropa, todos los enseres hogareños, en fin, quedaron absolutamente inutilizados. Aunque no con la misma intensidad, la masa líquida causó igualmente significativos perjuicios en Donato Juárez, La Invernada, Villa Belgrano y Santa Ana obligando también a la evacuación de familias.
Se considera que la inundación de Alberdi constituyó la peor registrada en la última década, pero es conocido que calamidades de esta índole distan de ser raras en el sur de la provincia. Eso mismo debiera movilizar una sostenida preocupación para defenderse de ellas. Porque si bien no es posible controlar los estallidos de la naturaleza, es posible en cambio adoptar providencias para amortiguar bastante los daños que son su consecuencia. Una reciente carta de lector expresa, por ejemplo, que la tala indiscriminada -que nadie controla- de los árboles de la serranía, se traduce en una desprotección de la ciudad. La falta de árboles permite que el agua de las lluvias avance furiosamente sin tener una vegetación que la detenga. Y agrega que los canales, taponados de basura, igualmente cooperan a tan penosos acontecimientos. Sin duda, es el poder público quien debe encarar una amplia tarea -cuyo alcance sea mucho mayor del que la que viene realizando- dirigida a prevenir los efectos de los periódicos anegamientos que soporta el sur de la provincia. Sabemos que pueden pasar varios años sin que se produzcan, pero fatalmente llega el día en que ocurren, con las consecuencias que tenemos a la vista. Se requiere, entonces, una política de Estado lo suficientemente abarcadora, que estudie de modo integral la cuestión de las inundaciones en Tucumán, que planifique las obras de defensa requeridas y que proceda a ejecutarlas metódicamente. Obviamente deben destinarse al asunto las partidas presupuestarias suficientes, teniendo en cuenta el carácter prioritario que reviste. Carácter que nadie podía discutir, cuando se calibra la magnitud de los desastres que el avance violento de las aguas representa, para vastos sectores del interior. A ellos les demandará mucho tiempo resarcirse -si es que pueden lograrlo alguna vez- del impacto económico que les provoca una inundación. Por lo general, una vez que estos fenómenos pasan, el asunto se olvida y lo reemplazan otras preocupaciones. Eso hasta que, de pronto, la situación se reproduce, y todo vuelve a plantearse. No debe suceder así, si la prevención posible se encara, como decimos, a través de una política sostenida, que planifique y que ejecute los trabajos que correspondan hasta su terminación. Esa política tiene que incluir, por cierto, una estricta corrección de realidades como las que subrayaba la carta de lector que citamos citada párrafos atrás. Deben establecerse las zonas donde la tala de árboles pone en peligro a los centros poblados, prohibirla con rigor y cuidar que la prohibición se observe. Esto además de iniciar, con urgencia, las correspondientes acciones de reforestación que reparen las consecuencias de la tala.